Jamás ha habido cristianos que no hayan sido pecadores. Y aunque la connotación de este término es negativa, el reconocimiento de la propia culpa, el arrepentimiento y la búsqueda del perdón siempre han sido sanativos y han procurado la paz interior. La originalidad del Dios cristiano consiste en que ha enviado a su propio Hijo, que «puede compadecerse de nuestras debilidades por haberlas experimentado en su misma carne» (Heb 4, 15). A la luz de este ejemplo radical, el pecador puede llegar a entender que cuando oculta sus debilidades, se engaña a sí mismo, y que cuando reconoce sus errores y acoge el perdón del Señor a través de la comunidad de pecadores perdonados que es la Iglesia, logra liberarse del aislamiento que lo paraliza y lo destruye.