La inocencia resulta a muchos propia de la persona bonsai que jamás ha traspasado las opacas paredes de plástico del invernadero de su mundo ideal; la inocencia les suena a estúpida inconsciencia más propia de la inmadurez soñadora que de la persona que pisa tierra. Y es que, estamos más cómodos y tantas veces nos parece que es la única manera de sobrevivir moviéndonos en dinámicas obsesivas de control y seguridad, en el cinismo de un buenismo manipulador.
Tanta candidez molesta porque «la palabra más terrible que haya sido pronunciada contra nuestro tiempo es quizá ésta: Hemos perdido la ingenuidad», sentencia Lecrerc. Al perder la inocencia, el hombre ha perdido también el secreto de la felicidad. Toda su ciencia y todas sus técnicas le dejan inquieto y solo. Solo ante cada misterio que acompaña la vida, que no son pocos.