Durante mis años en el exilio fueron muchos los obstáculos a los que tuve que enfrentarme. Siendo seminarista, la guerra de Ruanda y el posterior genocidio contra los tutsis me obligaron a abandonar mi país y a convertirme en refugiado. Sin embargo, estaba convencido de que, refugiado o no, tenía que ser sacerdote. Esa esperanza me sostuvo. Así fue como sobreviví al cólera y a la malaria, al hambre y a la sed, a la soledad, a la pobreza y a la precariedad.Cuando echo la vista atrás veo con una claridad absoluta la mano de Dios en mi historia. A pesar de todas las dificultades, Él lo tenía todo previsto para proteger mi vocación sacerdotal, orientarla y conducirla a la meta. Por eso, aunque en muchas ocasiones yo no sabía adónde ir, me limitaba a seguir adelante, persuadido de que cualquier ruta conduce a algún lugar. Lo único que tenía que hacer era seguir todo recto hasta donde pudiera llegar.Ahora sé que Dios quería mostrarme una cara de la vida que permanece oculta a una gran parte del mundo. A lo largo de todosestos años Él no ha dejado de sorprenderme y su oferta ha sido siempre infinitamente más grande que mi demanda.